Cuando una persona ha hecho su trabajo bien toda la vida, siempre que se compromete a algo lo cumple; es más, lo hace superando las expectativas. Los que la conocen tenderán a atribuirle valores como lealtad, confiabilidad, disciplina o excelencia. Es probable que las demás personas de la comunidad confíen en ella para realizar trabajos más importantes, más relevantes y con mejores pagos. Esa persona podrá monetizar lo que ha construido en su vida: su reputación.
La reputación persigue a los bienes y a las personas. No queremos volver a compartir tiempo con quien la pasamos mal, pero deseamos repetir las experiencias positivas. Quien nos hace felices tiene un espacio en nuestros planes: siempre habrá lugar para repetir lo que nos agrada. Así funciona con los bienes, y por eso la reputación es una generadora de flujos de caja. Queremos volver a comprar lo que nos sirvió, lo que nos funcionó bien y nos brindó una buena experiencia.
Pero esa que es una verdad de mercado que pareciera evidente, no lo es. Colombia sigue dándole prevalencia en valor y contabilidad a bienes inmuebles o muebles, no en función su capacidad de generar flujos de caja sino en virtud de una visión subjetiva de su valor. Soñamos con la propiedad raíz y despreciamos el peso de los intangibles. Pensamos que es mejor tener una casa propia que un negocio exitoso en marcha. Seguramente no todos, pero sí una gran mayoría.
Para lograr los propósitos de productividad y desarrollo, se necesita educación. No solo la que nos han vendido como ideal: la del título profesional; la del médico, el ingeniero o el abogado. No. Se necesita educación en economía. Los pequeños, medianos y grandes negocios en Colombia siguen privilegiando el estimado de las cosas tradicionales como los lotes, las fábricas y el inventario.
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No es correcto generalizar, pero me atrevo a decir que hay un alto grado de ignorancia en la función de los bienes de propiedad intelectual. Aunque ha habido enormes avances, gran parte del Estado desconoce el verdadero valor de las empresas nacionales porque estas no tienden a incorporar el valor de sus intangibles, particularmente de sus marcas, en su contabilidad. Las empresas tienen un miedo natural a incrementar mediante valoraciones su patrimonio, ante la posibilidad de que les suban sus impuestos. Se oyen vientos de reforma y se proponen medidas mediante las cuales el Estado de alguna manera castiga el crecimiento de valor de las empresas con medidas impositivas. Las mismas no acceden a crédito porque las entidades financieras consideran que no tienen garantía en su patrimonio.
Las políticas públicas en materia de marcas están dirigidas habitualmente a su protección mediante registro. Es el momento de dar un salto en la materia. Las empresas deben entender que su esfuerzo prolongado en el tiempo por ofrecer buenos productos y servicios se traduce en potenciales flujos de caja derivados de esa reputación que se condensa en la marca: mientras más reputación hacen en el mercado más vale su marca. El Estado debe comprender que no puede favorecer ni incentivar el ocultamiento de ese valor. El sistema de crédito y bancario debe poder valerse de esos activos para financiar el crecimiento empresarial.
Cuando las empresas entienden que están en capacidad de monetizar el valor de su reputación, pueden generar flujos de caja para inversión, crecimiento y aumentar el valor del tiempo de las personas que trabajan en ella. Las políticas públicas deben también apuntar a educar en esta materia. Solo así podemos pasar a ser realmente productivos. No es solo por cuenta de trabajar más horas como alcanzaremos los propósitos económicos y sociales de desarrollo. Debemos trabajar con eficiencia. Las marcas son el mejor y más justo instrumento de ahorro de las empresas y el mayor generador de réditos en el futuro.
* Abogado de la Universidad del Rosario, Magíster en Propiedad Intelectual de la OMPI, socio de la firma OlarteMoure
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